Ella no entendía a las estrellas, no entendía el canto de sus luces. Su piel no sabía jugar con una brisa, ya sea matutina o nocturna, y si su cabello, de casualidad, empezaba a hacerlo, a ella no le interesaba. Tampoco le importaba si su voz se mecía lentamente por el aire hasta empujar una sonrisa a mi rostro, y me invitaba a descansar, o si llegaba alterada a inquietar mis oídos. Ella no creía que la profundidad de sus pupilas llegara hasta su alma, o hasta la mía, ni que sus ojos tenían el derecho de robarse cualquier luz sólo porque tenían el deber de dejarla ir otra vez, y regalársela a alguien más. Ella no sabía lo que era un paseo, simplemente usaba sus piernas, llevaba un pie adelante, y luego adelantaba al que había quedado atrás; eso era todo. Ella no sabía que la magia existe, y por lo tanto, tampoco sabía que hay que liberarla de los sitios donde se esconde, y mucho menos sabía que una vez liberada, la magia entabla una lucha contra el tiempo, y siempre le gana. Ella no creía en los sueños, pensaba que la energía provenía simplemente del dormir, y una vez que despertaba no había nada más que lo que había. Ella no sabía la libertad, tenía más fe en las miradas ajenas que en las suyas, y creía que lo que sentía era sólo eso, sentimientos que pertenecían a su interior y allí debían quedarse. Ella no sabía que la lluvia limpiaba mucho más que los tejados, ni que un par de chaparrones podían descubrir la vida que había quedado cubierta bajo los años. Ella no sabía que se podía amar sin tocar, soñar sin dormir, sentir sin razón, dar sin devoluciones, entregarse sin perderse, llorar sin sufrir; ni que se podía herir sin intención.
Aún así, o quizá por eso, él la amaba.
viernes, 12 de diciembre de 2014
martes, 2 de diciembre de 2014
Esperaba
Ella esperaba todas las noches debajo de las estrellas. Las luces de la ciudad le robaban la mayor parte del cielo, pero lo que le quedaba le alcanzaba para soñar. A una parte de su interior le parecía ridículo, pero por los libros sabía que cada una de esas lucecitas era millones de veces más grande que ella. ¿No es esa razón suficiente para asombrarse? Ella ni se lo preguntaba, simplemente se asombraba.
Ella esperaba por encima de los edificios de la ciudad, en la azotea del suyo, que estaba algo descuidada, y compartía algunas de sus manchas de polvo con su vestido. Pero eso no le molestaba, ella igual se recostaba, y esperaba. Sus pupilas eran el propulsor más efectivo jamás construido, y su mente era la más increíble y veloz nave con la que exploraba el universo.
Ella esperaba, sabía que de vez en cuando la atmósfera encendería en belleza alguna roca extraviada del cosmos. Pero no esperaba estrellas fugaces, esperaba otra cosa. De toda aquella oscuridad que rodea las luces pueden esperarse muchas más cosas.
Mientras esperaba, algunos sueños llegaban, y como la brisa, revoloteaban a su alrededor y luego seguían su camino, casi sin darse cuenta cuando un sueño se convertía en otro o una sutil ráfaga en otra.
Esperaba que el tiempo se detuviera, así no tendría que esperar más. Así no tendría que esperar que al mirar su reloj los números no hayan cambiado, y al levantarse su cuerpo permaneciera intacto, tal como estaba antes de acostarse, sin polvo, con el cabello acomodado, con la energía de la cena aún por usar.
Podía no mirar el reloj, podía no levantarse, podía alejarse de todas las demás personas, podía evitar cada una de las cosas que le recordaban el tiempo, pero no escapar, no podía apartarse del tiempo mismo, que le gritaba desde el titilar de las estrellas.
Ella esperaba, y se llevaba bien con el cielo porque quizá ambos eran iguales: tal vez él también esperaba, por ello se quedaba aparentemente quieto, pero se movía veloz e incansablemente. Nada menos quieto que el cielo. Y ella estaba aparentemente quieta, pero no podía evitar moverse, y mucho menos pensar. Nada menos quieto que ella.
¿Cómo guardar un poquito de brisa para recordarla después? ¿Cómo distinguir el recuerdo del pequeño soplo de hace cinco minutos de aquel que está soplando ahora? ¿Cómo hacer feliz a alguien en este mundo, donde la felicidad está por todas partes, casi como si fuera una obligación? Si es complicado convencer a alguien de algo que no está viendo, convencerlo de lo que sí está viendo lo es mucho más.
Llorar no soluciona nada, pero ayuda. Amar no salva al mundo, pero ayuda. Ella pensaba en esas contradicciones, y se confundía, mientras esperaba. Una sonrisa aparece cuando hay felicidad, pero la felicidad aparece cuando hay una sonrisa; entonces, ¿cuál es primero? ¿Por qué siempre algo tiene que ir primero y otro algo tiene que ir después? Ha de ser el tiempo otra vez, infiltrándose en mi mente, y en la de todas las personas.
Ella seguía pensando cosas como esa, y esperando.
No estamos solos en el mundo, pero nadie nos acompaña a la hora de irnos. Sin embargo, el momento más difícil de la vida no debe ser la muerte, ella sucede aunque esperemos que no lo haga; el momento más difícil debe ser la vida misma, tener que aceptarla así, tal como es, llena de muerte, llena de despedidas, llena de recuerdos, llena de tiempo.
Después de seguir pensando cosas como esa, la niña levanta su torso, porque no quiere serle infiel al cielo con sus párpados, no quiere irse de repente. Se despide como es debido, y baja de la azotea sabiendo que aunque ahora esté cansada y somnolienta, mañana, gracias al tiempo, podrá volver a esperar bajo las estrellas a que el tiempo desaparezca.
domingo, 16 de noviembre de 2014
Inmortalidad
La muerte es una de las cosas
que el humano más ha despreciado en la historia, porque parece quitarle el
sentido a todo lo que se puede llegar a ser y hacer en la vida; es decir, nada
evita que al final todos terminemos de la misma manera, nada nos salvará de la
desaparición. No importa si ayudaste a liberar una nación como Gandhi, si
vendiste millones de discos como Michael Jackson, si tus obras se siguen
leyendo milenios después como las de los trágicos griegos, o si encontraste a
la persona que más te maravillaba en este mundo y formaste la familia ideal,
terminarás igual que cada humano y ser de este universo…
Entonces, ¿para qué hacer
todo lo que hacemos? ¿para qué esforzarnos tanto si no hay una aparente salida
alternativa, sólo la muerte? Generalmente el humano busca una manera de que al
menos su nombre trascienda la vida de su cuerpo, y perdure más allá de la
muerte física. Es una manera simbólica de alcanzar la inmortalidad que al
parecer da a la vida más sentido. Muchos humanos alcanzan esa inmortalidad
dejando huellas en el mundo, ya sea en obras de arte, de ciencia, de afecto en
otras personas, de logros históricos, de decenas de otras maneras. Pero lo que
hace la mayoría no es lo que hacemos todos, y en algún momento debemos
preguntarnos: Yo, ¿cuándo me siento inmortal? ¿cómo me siento inmortal? (si es
que realmente nos interesa, claro).
En mi caso, no sé si sea
porque soy un perezoso, pero no me interesa dejar este mundo lleno de huellas
mías, o una sola huella de tamaño enorme; es más, me gusta pasar desapercibido,
suelo estar más cómodo en la oscuridad, suelo sentirme feliz no cuando
sobresalgo, sino cuando me siento parte del mundo, cuando soy sólo una pluma
más en el cuerpo del ave que despliega su hermoso vuelo en el cielo: si me
caigo, el ave ni lo notará, podrá continuar volando, pero igualmente habrá
perdido algo, y no será la misma. Por ello, esa inmortalidad que gran parte de
los humanos buscamos, no la encuentro en el hecho de que recuerden mi nombre o
mi rostro o mis acciones; yo me siento inmortal cuando estoy con personas que
me hacen sentirme así, o cuando estoy en lugares que me hacen sentir así, o
cuando hago algo que me hace sentir así. Me siento inmortal en esos momentos en
que el tiempo no importa, porque deja de existir, y en un mundo sin tiempo,
todo es inmortal. Me siento inmortal cuando estoy con mis amigos, con las
personas que amo; me siento inmortal cuando estoy recostado en el suelo viendo
el cielo, ya sea celeste o estrellado, y el viento recorre mi piel; me siento
inmortal cuando canto una canción, o cuando me la cantan. Cuando me sumerjo en
el mundo aparte que crean esas cosas, soy inmortal, y libre. No necesito que me
recuerden, necesito recordar, darme cuenta del lugar al que pertenezco.
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domingo, 8 de junio de 2014
Danza
Hoy fui por primera vez a ver una obra de danza. Nunca antes había tenido la experiencia de observar una puesta en escena profesional, en un lugar propiamente (al menos en parte) preparado para ello, con personas propiamente preparadas para ello. Siempre detesté la danza; supongo que nunca la entendí. Este año, al ingresar a la facultad, una de mis profesoras de una cátedra llamada Lenguaje Corporal I: Danza, me hizo entenderla, más o menos, por supuesto. Realmente la odiaba, detestaba la danza, y me parecía una total pérdida de tiempo, pero ahora, puedo decir que me encanta, y aunque seguramente nunca la entenderé tanto como los bailarines o como un público más preparado, me fascina, y la veo como uno de los logros más hermosos de la humanidad.
El momento de ingresar a la sala, con luz tenue y cálida, asientos espaciosos y organizados en hileras, escaleras hacia un palco muy por encima del escenario, un gran telón cayendo con todos su pliegues, estático e imponente, pero suave, fue distinto a cualquier otra sensación anterior. Al entrar a un cine se siente algo especial que nunca, jamás podré describir, y con esto sucede igual, pero de una manera más intensa, mucho más intensa, y con otras diferencias, igualmente inexplicables para mí. Pero puedo decir que estas distinciones se dan por el hecho de que lo que estás a punto de ver no es una pantalla, no es una mentira lumínica cayendo sobre una tela, son cuerpo reales, moviéndose, palpitando, saltando, sintiendo, respirando, todo justo frente a tus ojos, frente a tu propio cuerpo. Cualquiera puede creer que no (yo pensaba que sí sería algo distinto, pero que no lo sería tanto), pero la diferencia entre ver danza a través de una pantalla y ver danza en vivo es abismal, ridícula, hay una distancia tal entre ambas cosas, que podría decir que ver danza a través de televisión o video es sólo eso, verla, pero presenciarla en vivo, es vivirla, incluso si tu cuerpo permanece estático, incluso si tu cuerpo no es el del bailarín. Vaya, de seguro soy incapaz de imaginarme la intensidad, la cantidad y brutalidad de los sentimientos y las sensaciones que logran los propios bailarines.
Pero si al entrar al lugar y acomodarme en mi asiento todo era distinto a todo lo vivido antes, al momento en que el telón se arrinconó a los costados, conocí un mundo nuevo. La tridimensionalidad del escenario, la profundidad de su suelo extendiéndose hacia atrás, hace que te sumerjas en él, hace que te sientas pequeño, hace que te sientas parte. En ese momento, sentí deseos de llorar. Realmente me conmovió, me llenó de sensaciones, de sentimientos. Ese impacto visual de la profundidad del escenario y la especial iluminación y los especiales colores no era sólo un efecto físico, estaban llenos de expresividad, estaban gritando sentimientos, y era imposible no oírlos.
El momento de ingresar a la sala, con luz tenue y cálida, asientos espaciosos y organizados en hileras, escaleras hacia un palco muy por encima del escenario, un gran telón cayendo con todos su pliegues, estático e imponente, pero suave, fue distinto a cualquier otra sensación anterior. Al entrar a un cine se siente algo especial que nunca, jamás podré describir, y con esto sucede igual, pero de una manera más intensa, mucho más intensa, y con otras diferencias, igualmente inexplicables para mí. Pero puedo decir que estas distinciones se dan por el hecho de que lo que estás a punto de ver no es una pantalla, no es una mentira lumínica cayendo sobre una tela, son cuerpo reales, moviéndose, palpitando, saltando, sintiendo, respirando, todo justo frente a tus ojos, frente a tu propio cuerpo. Cualquiera puede creer que no (yo pensaba que sí sería algo distinto, pero que no lo sería tanto), pero la diferencia entre ver danza a través de una pantalla y ver danza en vivo es abismal, ridícula, hay una distancia tal entre ambas cosas, que podría decir que ver danza a través de televisión o video es sólo eso, verla, pero presenciarla en vivo, es vivirla, incluso si tu cuerpo permanece estático, incluso si tu cuerpo no es el del bailarín. Vaya, de seguro soy incapaz de imaginarme la intensidad, la cantidad y brutalidad de los sentimientos y las sensaciones que logran los propios bailarines.
Pero si al entrar al lugar y acomodarme en mi asiento todo era distinto a todo lo vivido antes, al momento en que el telón se arrinconó a los costados, conocí un mundo nuevo. La tridimensionalidad del escenario, la profundidad de su suelo extendiéndose hacia atrás, hace que te sumerjas en él, hace que te sientas pequeño, hace que te sientas parte. En ese momento, sentí deseos de llorar. Realmente me conmovió, me llenó de sensaciones, de sentimientos. Ese impacto visual de la profundidad del escenario y la especial iluminación y los especiales colores no era sólo un efecto físico, estaban llenos de expresividad, estaban gritando sentimientos, y era imposible no oírlos.
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miércoles, 16 de abril de 2014
Paso
Cuando voy caminando por la calle y me encuentro con una
persona, por ejemplo, sin piernas, acomodada en un rincón tan sucio como su
cuerpo, esperando recibir alguna limosna (ayuda efímera que no sirve para
solucionar el problema, sino para maquillarlo durante un tiempo mínimo), tengo
sensaciones encontradas: por un lado, siento que lo humillo, con mis posesiones
materiales que tanta comodidad me dan, con mis piernas que tan bien andan; pero
por otro lado, me siento humillado yo, porque recuerdo algunas personas cuyas
historias conocí en algún libro, en algún programa de televisión o alguna
página de Internet, que sin tener piernas, hicieron muchas más cosas que yo, y
pienso “este tipo tiene más posibilidades de humillarme, más posibilidades de hacerme
sentir menos, de las que yo tengo de hacerlo sentir menos a él”. Y paso,
simplemente paso caminando, sin mirarlo.
domingo, 13 de abril de 2014
Escasez
La escasez de filosofía en los colegios forma individuos
simplistas y materialistas; la escasez de psicología, individuos egocéntricos y
débiles; la escasez de artes, individuos insensibles e inexpresivos.
Digo “simplistas” porque son incapaces de detenerse un
momento a pensar en algo más allá de las cosas, en su esencia, y se limitan a
lo que pueden ver, a lo que su percepción física les muestra, y debido a eso,
también terminan siendo “materialistas”, porque creen que detrás de las
apariencias y lo concreto no se oculta ninguna otra cosa. De alguna manera,
viven en un mundo de carcazas.
La psicología da muchas respuestas a cosas de ti mismo que
parecían verdaderos misterios, pero en realidad son procesos muy comunes en la
mayor parte de las cabezas humanas; así que, sin acceso a ella, uno termina
creyendo que sus complejos o cuestiones son cosas “de otro mundo”,
verdaderamente “únicas”, incomprensibles para el resto de las personas, y eso
genera un notable “egocentrismo”. Y en cuanto a lo de la “debilidad”, me
refiero al capricho que genera ese egocentrismo, y la incapacidad de comprender
aspectos básicos de la realidad, la cual termina haciendo que las personas se
sientan “víctimas” en un mundo que no los entiende o no los acepta.
La “insensibilidad” está relacionada con el materialismo, y
con el hecho de que parece no interesar el otro, lo que siente, lo que dice, lo
que piensa. Por lo tanto, también está íntimamente relacionado con el
egocentrismo, pero es intensificada por la ausencia de artes, ya que estas son
un medio de comunicación y comprensión muy eficaz entre las personas. Pero la
falta de sensibilidad no significa falta de sentimientos, aunque sí falta de
expresividad, por lo que se termina siendo “inexpresivo”, ya sea por decisión
propia, por suponer que a los demás no les interesa mi interior o pensar que
jamás podrían comprenderlo, o por incapacidad, por miedo, por no atreverse o no
saber cómo sacar eso que llevamos adentro.
jueves, 20 de marzo de 2014
Angustia. Tristeza.
A veces miro mi cuerpo, y observo su madura juventud con tristeza, o tal vez con melancolía. Pero esta melancolía no viene del pasado, sino que nace de lo que vendrá, y de lo que podría venir. Miro mi cuerpo y me siento un viejo con el disfraz de un joven, no porque sienta que desperdicié mi adolescencia o que estoy desperdiciando mi juventud, mucho menos mi niñez (no tuve la vida más emocionante de todas, ni viví aventuras dignas de ser contadas, pero no me arrepiento de la manera en que viví, porque la disfruté, y mucho); me siento así porque estoy cansado. Estoy cansado de mis pensamientos, de mi reflexión, de mi capacidad de distanciarme emocionalmente de las cosas y lograr una postura completamente objetiva que termina destruyendo mis esperanzas de encontrar algún resto de genuina calidez o amor en las personas que me rodean; pero hablando más correctamente, no me arrepiento de mis pensamientos, al contrario, me siento muy satisfecho con ellos, pero lo que sucede es que esta tristeza que siento puede acabar de dos maneras: una, cambiando la realidad del mundo, o dos, dejando de pensar; sin lugar a dudas, dejar de pensar resulta mucho más fácil, porque el cambio necesario para solucionar el problema de egoísmo indiferente en este mundo es de una escala que sobrepasa la capacidad de una e incluso de miles de personas. Mis pensamientos no tienen la culpa, sólo es más sencillo culparlos a ellos. Y deteniéndome a pensar más, creo que ni siquiera estoy cansado del insalubre nivel de egoísmo de la mayoría de mis compañeros de especie, creo que eso ni siquiera me importaría si pudiera ser capaz de encontrar en mí aunque sea un grano de verdadero amor, o generosidad, o incluso, al menos odio o desprecio, porque simplemente parece no importarme ni la felicidad ni la desgracia ajena, parece que soy incapaz de percibirlas o de compartirlas. Creo que lo único que puedo sentir realmente es la tristeza, la tristeza de no poder sentir: a veces, me encuentro a mí mismo haciendo fuerza para llorar, haciendo fuerza para sufrir, como queriendo forzarme a mí mismo a sentir algo que en realidad no siento, y termino llorando, no porque haya logrado sentir eso que buscaba, sino justamente porque me derrumbo al no lograr sentirlo. La verdad, no me importa un carajo si las personas no son capaces de notar el dolor ajeno, de preocuparse por el malestar de su par y extenderle una mano para sacarlo de la angustia; no me importa si sólo se preocupan por cuidar su propio culo, haciendo que eso signifique perjudicar al del otro si es necesario; no me importa si tratan a sus supuestos seres queridos como meras máquinas succionadoras de soledad o como fuentes de placer físico; no me importa si se hacen las víctimas y se preguntan con lágrimas en los ojos qué hicieron para merecer que “la vida los trate así”; lo único que me importa, lo único que me duele realmente, es tener la certeza de que yo también soy así.
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sábado, 8 de marzo de 2014
En Medio de las Mentiras
Caminaba por la ciudad. El sitio al que iba estaba cerrado, y regresaba pensando en que había sido un desperdicio caminar hasta ahí con las piernas doloridas, a pesar de que luego me sentí triste cuando vi el edificio en el que vivía. No quería regresar. Quería caminar más, quería alejarme más, pero tampoco quería hacerlo en realidad. Quería algo más en ese momento.
Vi cuatro grandes árboles que se estiraban más allá de los techos de las casas, y allá arriba, en lo alto, sus ramas se abalanzaban sobre las sumisas ramas de las plantas al otro lado de la calle, encerrando al asfalto en sombra. De sus altos, gruesos y rugosos troncos, colgaban interminables filamentos verdes y húmedos que intentaban tocar el suelo, quedando algunos mucho más cerca que otros, aunque todos parecían ser una sola cosa.
Vi aquello, y pensé “es como un vestigio de la selva aquí en la mierda, en la ciudad”. Pensé en cuánto nos hemos alejado las personas de nuestra verdadera naturaleza, y supuse que el estrés y la infelicidad era el precio más caro que debíamos pagar por haber hecho eso. Sentí deseos de llorar; realmente quise llorar, pero al final no pude hacerlo, al final ganó la frialdad. Entonces me imaginé que, muy posiblemente, dentro de nosotros hay un impulso (más intenso en algunas personas y menos en otras) por volver a lo natural, a nuestra esencia, a esa célula madre alrededor de la cual se reprodujeron todas aquellas que salieron de ella, y que hoy está cubierta por siglos y siglos de actividades, palabras, sentimientos, mentiras.
Vi cuatro grandes árboles que se estiraban más allá de los techos de las casas, y allá arriba, en lo alto, sus ramas se abalanzaban sobre las sumisas ramas de las plantas al otro lado de la calle, encerrando al asfalto en sombra. De sus altos, gruesos y rugosos troncos, colgaban interminables filamentos verdes y húmedos que intentaban tocar el suelo, quedando algunos mucho más cerca que otros, aunque todos parecían ser una sola cosa.
Vi aquello, y pensé “es como un vestigio de la selva aquí en la mierda, en la ciudad”. Pensé en cuánto nos hemos alejado las personas de nuestra verdadera naturaleza, y supuse que el estrés y la infelicidad era el precio más caro que debíamos pagar por haber hecho eso. Sentí deseos de llorar; realmente quise llorar, pero al final no pude hacerlo, al final ganó la frialdad. Entonces me imaginé que, muy posiblemente, dentro de nosotros hay un impulso (más intenso en algunas personas y menos en otras) por volver a lo natural, a nuestra esencia, a esa célula madre alrededor de la cual se reprodujeron todas aquellas que salieron de ella, y que hoy está cubierta por siglos y siglos de actividades, palabras, sentimientos, mentiras.
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