sábado, 25 de mayo de 2013

Lluvia de Estrellas en la Ciudad del Búho

  Era invierno. Todo el ambiente estaba empalidecido. Arriba los altoestratos permanecían grises y abajo el suelo yacía oculto bajo una suave y blanca manta de nieve que empezaba a escacharse. A todo el alrededor, los edificios lívidos y los copos reflejaban un difuso resplandor blanquecino que además de limitar la capacidad parecía actuar como un leve pero certero somnífero.
  El viento soplaba incansable e indiferente desde el norte, desviando el recorrido de los copos y enfriando todo lo que la nieve no lograba cubrir, como las famélicas y denudas ramas de los árboles y las paredes de los edificios. También movilizaba los robustos pliegues de su abrigada ropa y los castaños mechones que se escapaban del borde de su gorro hacia su frente.
  Él permanecía recostado sobre la barra metálica que indicaba la parada de un autobús con un cartel en su cima, y escondía sus manos en los bolsillos mientras protegía sus labios y parte de sus mejillas bajo el largo cuello de su abrigo, manteniendo el calor con su propio aliento. No levantaba ni durante un instante la mirada de aquella estrecha franja oscura en el asfalto que lograba resistirse a la dominación de la nieve. Sólo de vez en cuando la desviaba un poco para asegurarse de que ella aún estaba allí, de pie, a casi dos metros de él.
  Ella también miraba hacia abajo, y se balanceaba sutilmente sobre sus tobillos intentando generar un poco de calor en su cuerpo. Desde su nuca, sus cabellos, motivados por el viento, intentaban sobrepasar a sus hombros, ocultos bajo un pesado abrigo oscuro. Lo gélido entraba a ella a través del aire, enrojeciendo su nariz y robándole la sensibilidad a sus fosas nasales; pero desaparecía en los pulmones, y regresaba tibio al exterior, formando una nube fugaz alrededor de sus labios.
  Ninguno sonreía, ninguno podía elevar la mirada o centrar sus ojos directamente en los del otro. El tiempo, que había sido tan generoso con ambos, lentamente fue perdiendo la paciencia, y estaba próximo a abandonarlos. Las palabras que siempre habían abundado casi hasta el despilfarro, se quedaban desarmadas en su interior sin la capacidad ni la intención de salir. Pero el silencio era el escándalo adecuado para expresar la homogénea amalgama de sensaciones extrañas y mayormente amargas que parecía circular por sus estómagos y sus gargantas.
  Una mancha azul empezaba a hacerse notar en la blanca pared que construía la nevada, y aquella mezcla empezaba a arremolinarse, dándoles el deseo de gritar, el cual luego se convirtió en una necesidad que no pudo ser satisfecha.
  Él aumentaba el ruido de su respiración y apretaba sus dientes y puños, pero ni siquiera el frío que estaba a punto de congelar sus cejas y la punta de su nariz podía congelar el tiempo. Cuando aquella mancha azul se convirtiera en un autobús y se detuviera frente a ellos, todo acabaría. Y entiéndase “todo” como lo bueno, lo cálido, la capacidad de generar esa felicidad que desemboca en recuerdos hermosos pero inevitablemente dolorosos. Por otra parte, empezaría un largo camino rodeado de vacío; un camino solitario donde el tiempo tendría tanto espacio para llenar que tardaría mucho en hacerlo, y transcurriría muy lentamente debido a eso.
  Ya podía escuchar el sonido de las cubiertas del vehículo comprimiendo los cristales de nieve, dejándolos como una delgada y frágil piel de escarcha para el asfalto. Aquel sonido era el preludio de la soledad, y se mezclaba con la desesperación que empezaba a nacer en su interior. Sus deseos de gritar y correr aumentaban, pero su cuerpo le respondía cada vez con más quietud, como si la sobrenatural esfera que crecía y se apoderaba de su garganta, asfixiándola, paralizara también el resto de su cuerpo.
  El autobús se detuvo frente a ambos, y pareció detenerlo todo durante un instante. El viento, la nieve, el tiempo, sus latidos, todo se congeló durante un microsegundo. El frío fue lo único que no se detuvo, y contrariamente, se intensificó.
  Ella no podía pensar en nada. La decisión ya estaba tomada y no importaba cuánto temblara su pecho, no había marcha atrás. Nadie había querido que las cosas terminaran así, pero uno no puede controlarlo todo en la vida.
  Él tragó saliva cuando escuchó que la puerta corrediza se deslizó con brusquedad para abrirse, y abrió su boca para no asfixiarse. Su cerebro bombardeó su mente con las imágenes de decenas de recuerdos, y su sangre empezó a recorrer tan velozmente como los pensamientos todo su cuerpo. Pero luego, en una porción de tiempo lo suficientemente diminuta como para que ningún humano pudiera comprenderlo, aquellos recuerdos se diluyeron en la imaginación de un futuro, en la realidad cercana que empezaría tan sólo en unos instantes, cuando ella subiera al autobús, lo mirara de reojo por la ventanilla, y la puerta se cerrara. Una realidad horrible. Una realidad que exasperaba. Una realidad sin ella.
  Ella levantó la cabeza para dar el primer paso al frente, y él estalló en un movimiento veloz. La rodeó con sus brazos como si estuviese a punto de caerse de un precipicio, y la apretó contra su pecho como si quisiera unirla a su cuerpo. Sumergió su nariz y labios en su cabellera y se sintió libre cuando disfrutó su aroma.
  —No te vayas —le dijo desde atrás del oído, con los ojos fuertemente cerrados, y la sujetó un poco más que antes.
  Ella elevó sus manos y bajó sus dedos sutilmente hasta los brazos de él, pero no dijo nada. Parpadeó pausadamente, como si se hubiese sumergido en el sueño durante un instante, y empezó a deslizarse hacia abajo sin hacer ningún esfuerzo extra. Los brazos que la rodeaban se debilitaron a medida que la resignación se apoderó de su dueño, y al final cayeron sin fuerzas mientras ella hacía un paso al frente. Pero antes del segundo paso, se detuvo, y su silencio estiró un poco más la agonía de ambos.
  ―Adiós ―dijo entre los copos de nieve, el viento, los recuerdos, y las dudas. Se quedó unos momentos más de pie, tal vez implorando que él volviese a sujetarla, o esperando que al menos le dijese algo más antes de partir. Paro nada sucedió, y subió los dos escalones del autobús.
  Él agachó la cabeza mientras sus párpados intentaban cerrarse, negando y pretendiendo no ver más la realidad, y se quedó allí, de pie, mientras el silencio y el frío lo envolvían y lo convertían en nada más que otro objeto dentro del paisaje urbano, como un letrero despintado o un banco poco usado.

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