lunes, 8 de agosto de 2011

Nieve en tu cabello


  Cada copo de nieve sobre tu cabello representaba los minutos que esperaste sobre aquel helado banco, creando niebla con tu aliento, frotándote las manos encerradas en los guantes y elevando y bajando las rodillas, una y otra vez.
  Esa tarde me retrasé en una pequeña tienda para comprarte unos diminutos pendientes, con la intención de que se transformasen en un enorme recuerdo. Además, algunas calles después, perdí algunos segundos en el patio delantero del hogar de una anciana, porque me agaché y cruzando mi mano por la verja le robé una flor. Claro, para ti.
  Con la azalea en mis manos, empecé a correr proyectando en mi mente el futuro: el banco de aquel parque nevado, vacío. Dejaba mis blancas huellas junto con fragmentos de mi esperanza de verte sentada allí.
  Llegué agitado, sin lograr evitar crear nubes al frente de mi rostro, pero sonreí cuando vi que aún estabas ahí. Tú también sonreíste, y yo sonreí más.
  Me acerqué, y me disculpé por la demora mientras dulcemente empujaba con mis dedos la nieve que tenías sobre la cabeza. Me senté junto a ti y te entregué las dos cosas que había conseguido en el camino. Me agradeciste y comenzaste a soltar lágrimas delicadamente, te acercaste aún más a mí y recostaste tu cabeza en mi hombro como una niña. Lograste hacerme sentir útil, sentir que podría protegerte. Luego, yo dejé caer mi cabeza sobre la tuya.
  Miramos caer la nieve y nos regalamos nuestro tiempo y silencio. La brisa aumentó su andar y elevó tus cabellos, así como desgarró la unión de la última frágil y quebradiza hoja del árbol que teníamos al frente y su pequeño gajo. La hoja no aterrizó, continuó elevándose hacia el cielo, como los sueños que nunca dejan de ser sueños.
  Miré hacia un costado y tus párpados ya habían caído. Intenté imaginar qué habría detrás de ellos, pero era imposible. Sonreí y dejé caer los míos también.

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